No es ningún misterio que la conflictividad social es el
fenómeno que ha concitado la mayor atención en lo que va del siglo XXI peruano.
Se ha convertido en un vocablo recurrente de políticos, periodistas,
encuestadores y ciudadanos de a pie. Para un 30% de consultados a nivel
nacional, por ejemplo, es la principal razón para desaprobar la gestión de
Ollanta Humala. Es más, nunca antes los empresarios han estado tan concernidos
por comprender el comportamiento político de los que toman las calles.
Este
inesperado interés por entender al peruano-Conga-No-Va ha generado la
reproducción milagrosa de especialistas en conflictos sociales. Los
conflictólogos –esa suerte de “senderólogos” del boom minero— son el producto
de la demanda de élites políticas y económicas perdidas en la confusión. Son
requeridos para saciar artificialmente la exigencia de un “dueño del Perú” por
comprender la realidad social en un power point. Para muchos de sus clientes,
constituyen la promesa de un curso acelerado de sociología política urgido por
la ignorancia antes que por la culpa.
El
problema con este tipo de experto es que, por más que ostenten títulos de
post-grado, su oficio no es académico. De hecho, en un atentado a la
rigurosidad metodológica, reducen un fenómeno complejo (las relaciones entre la
sociedad y la política) a un objeto de estudio superficial (“protestas
anti-mineras”) a la medida de sus limitaciones. Por lo tanto sus análisis no
trascienden la epidermis de la realidad. Sus aportes –y peor aún sus
recomendaciones—conducen a decisiones equivocadas; con suerte, inútiles.
La
mayoría de sus recetas merecen formar parte de una antología de insensateces y,
en el mejor de los casos, de lugares comunes. ¿Cuántos empresarios han sentido
el sinsabor de la estafa cuando las consultorías terminan con resúmenes
ejecutivos que se sintetizan en “es un problema de comunicación” o el aclamado
“hace falta diálogo”? Desde publicistas que preparan guiones para
comerciales de televisión hasta consultores en seguridad que chuponea las
comunicaciones de operadores políticos entran en esta tragicomedia de sobre
población de versados y ausencia de respuestas.
La
responsabilidad de esta situación es compartida con la academia tradicional.
Anquilosada en su ensimismamiento, ha perdido la vocación de generar
explicaciones ambiciosas ante una realidad que desafía el rol de los
intelectuales. No se procesa evidencia empírica sistematizada sobre las
transformaciones de un país en crecimiento económico pero desinstitucionalizado
políticamente. Las estadísticas sobre conflictos sociales sirven tanto como una
encuesta que se pierde rápidamente en el titular de un periódico de ayer.
Pero
sobre todo, se ha abandonado la disposición por la reflexión pública, por el
debate académico serio y profesional, comprometido con la producción de
conocimiento que trascienda las consultorías y las salas de reuniones con las
gerencias sociales de las empresas contratantes. El reino del conflictólogo –o
del hiper-especialista de asuntos superficiales—es, en cierta medida, el
fracaso de las ciencias sociales por entendernos.
Escrito por Carlos Meléndez. Publicado en El Comercio el 16 de Octubre del 2012